11-M, recuerdos de aquella mañana 10 años después

Polideportivo Daoíz y Velarde, Madrid

Este lugar de la fotografía marcó mi vida hace 10 años.

Recuerdo como si fuera ayer cómo la explosión hizo mi temblar mi casa, cómo salté de la cama sobresaltado, fui corriendo a la terraza y sólo vi un espeso humo negro y virutas de algo que aún no identificaba, y que me hizo tener que cerrarla de inmediato.

Más tarde averiguaría el terrible origen de aquella materia flotante, pero en ese momento, sin aún entender nada, volví a mi habitación y encendí la radio – siempre la radio por la mañana – ansioso por saber si comentarían algo de lo sucedido: Si algo tuve claro desde el primer momento es que fuese el origen que fuese de aquella explosión, era algo de mucha gravedad.

Nervioso seguí pegado al transistor durante un tiempo, no recuerdo cuánto, escuchando cómo unos tertulianos discutían por las próximas elecciones ajenos a aquella humareda negra – aún no había teléfonos inteligentes donde navegar por Redes Sociales y averiguar en tiempo real que estaba ocurriendo. Estaba llegando a la exasperación cuando por fin dijeron «tenemos una última hora en Atocha»: al parecer un tren había descarrilado, decían. Por aquel entonces yo vivía muy cerca de las vías por donde pasan todos los trenes que llegan y salen de la estación. «Pero esto no puede haber sido un descarrilamiento», pensé en mi interior. Y como un acto reflejo, sentí el impulso de salir a la calle a comprobar con mis propios ojos la situación, mientras la confusión informativa de los primeros instantes todavía inundaba las ondas. No podía con la incertidumbre, me vestí más rápido que nunca, me despedí de mi madre que estaba igual de aturdida que yo, y bajé corriendo las escaleras. Sabía que algo iba mal, muy mal. Me encontré con algo infinitamente peor.

No tuve que andar muchos pasos. Aún recuerdo como si fuera ayer las caras de desconcierto de las personas a mi alrededor, de cómo empujado por gente valiente, «por aquí chaval», me vi de un minuto a otro sumergido en un campamento de guerra. Recuerdo cómo dentro del caos, surgió un improvisado orden. Enseguida entendí que había gente herida, que necesitaban ayuda y que la única ambulancia que había en aquel momento no podía acceder al lugar. De forma mecánica asumí mi rol de celador de hospital, de un hospital improvisado sin camas y sin apenas personal sanitario, de un hospital maldito dónde las ambulancias no podían acceder. Por mis manos pasaron mantas, apósitos, goteros, cajas llenas de material médico procedentes de un centro de salud privado cercano al lugar de la explosión. No paré de ir de un lado a otro, y pese a todo lo que transporté, era totalmente insuficiente ante lo que allí acontecía y se requería. «Esto no puede estar pasando».

Mientras deseaba con todas mis fuerzas despertar de aquella pesadilla, iba obedeciendo las órdenes que otras personas me daban, sólo órdenes, sólo actuar. Demasiadas cosas que hacer sin ni siquiera saber cómo y sin tiempo para preguntar. Lentamente, los policías y los bomberos comenzaron a llegar para intentar tomar las riendas de la situación. Desconozco las horas, minutos y segundos que pasé allí, aunque en realidad el reloj se había detenido nada más amanecer, cuando la gente corriente, como tú, como yo, nos desperezábamos al tiempo que los más madrugadores ya andaban inmersos en su rutina diaria. Bendita rutina que aquella mañana unos malnacidos decidieron boicotear de la manera más terrible.

Cuerpos malheridos a mi alrededor, de gente corriente, como tú, como yo, algunos ya cubiertos por las mantas, sin ninguna esperanza. Y de repente, un «¡todos fuera, va a explotar otra bomba!» nos obligó a abandonar el recinto, a correr hacia la calle y lanzarnos tras un muro cubriéndonos la cabeza con las manos. Supongo que así se deben sentir los soldados en las trincheras. Tras una angustiosa espera, finalmente ninguna bomba explosionó. Ya no nos dejaron volver, la policía había tomado el control.

Como un zombie, salí a la avenida principal repleta de gente en silencio, con la mirada curiosa pero a la vez congelada e impotente. Me paré unos minutos junto a ellos pero enseguida decidí que era hora de regresar a casa. Mi casa, el lugar que siempre había sido mi refugio, y que ahora sin embargo se me antojaba frágil, como una casa de paja. Nunca antes había sentido tanta vulnerabilidad.

Aquella tarde por fin lloré todas las lágrimas que el shock de la mañana me había impedido derramar. No recuerdo haber llorado tanto en la vida, ni siquiera con el fallecimiento de mi abuela, la persona a la que más unido me he sentido nunca. Con el paso de los días, a mi profundo sentimiento de tristeza se sumó el de la rabia, alimentada por políticos y medios de comunicación sin escrúpulos ni humanidad. Pero eso es otra historia.

Lo importante, y lo que hoy quiero destacar, es que aquel lugar que hace 10 años se me asemejaba el mismísimo infierno se ha convertido en un polideportivo donde la gente hace gimnasia o nada en la piscina, juega al baloncesto o al pádel. Alrededor, un parque con columpios y bancos, una fuente donde los niños y no tan niños juegan a escapar del agua, y terrazas que se abarrotan los días de buen tiempo a la hora del aperitivo.

Aquel 11 de marzo de 2004 fui testigo de la peor y la mejor cara del ser humano al mismo tiempo. Y donde hace 10 años hubo muerte, hoy hay vida, mucha vida. Así ha de ser.